Joanne Carlson Brown *
Os felicito, porque os acordáis siempre de mí y conserváis las tradiciones tal cual os las he transmitido. Quiero, sin embargo, que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, como la cabeza de la mujer es el varón, y la cabeza de Cristo es Dios. Todo varón que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza cubierta, deshonra a Cristo, que es su cabeza. Y toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra al marido, que es su cabeza, exactamente lo mismo que si se hubiera rapado la cabeza. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se rape. Pero si considera vergonzoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, que se cubra la cabeza.
El varón no debe cubrirse la cabeza, porque es imagen y reflejo de la gloria de Dios. Pero la mujer es gloria del varón, pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón por causa de la mujer sino la mujer por causa del varón. Por eso, y por respeto a los ángeles, debe llevar la mujer sobre su cabeza una señal de sujeción. 1 Cor 11,2-10
Los actos de violencia sexual son tan numerosos en la Biblia que no es para ponerse a contarlos. ¿Por qué he elegido este texto para encabezar las páginas que siguen? ¿Por qué no la violación de Tamar, de la concubina innominado o de Dina? ¿Qué tiene que ver el debate sobre llevar o no llevar la cabeza cubierta con la violencia y el acoso sexuales? Todo. En este pasaje encontramos la justificación de que los varones ocupen una posición superior y ejerzan una autoridad sobre las mujeres, y no sólo por razones teológicas (Cristo es la cabeza), sino también en virtud del sexo y de la fuerza. En esta exhortación a la iglesia de Corinto afirma Pablo que los varones son amos y señores de las mujeres, que las mujeres fueron creadas para los hombres y que son imagen y semejanza del varón, no de Dios" Así se explica lo de la fuerza, pero, ¿qué decir del sexo? Pablo exhorta a las mujeres a llevar la cabeza tapada y a no cortarse el cabello. ¿Por qué? Por respeto a los ángeles. Pablo hace referencia a Gn 6, donde se narra que los hijos de Dios se sintieron tentados por la belleza de las hijas de los hombres y "escogieron algunas como esposas y se las llevaron". Esto desagradó a Dios hasta el extremo de que inmediatamente sigue el pasaje sobre el diluvio. Este es uno más entre tantos relatos bíblicos en que se presenta a las mujeres como culpables de un mal, pero el uso que hace Pablo de este pasaje del Génesis y la mitología que de ahí ha brotado han penetrado de tal modo nuestra cultura que lo han convertido en uno de los textos más perniciosos en relación con la violencia de que son objeto las mujeres, que tienen que cubrirse porque son capaces de tentar hasta a los mismos ángeles y hacerles caer. Pero esta potencia sexual puede ser mantenida a raya por la autoridad que Dios ha otorgado al que es su imagen para poseer, someter, usar y castigar a estos mezquinos reflejos de su amo y señor. Este es el orden natural. Por respeto a los ángeles.
Es de capital importancia que lleguemos a situar este problema de la violencia y el acoso sexuales en su genuino contexto, que es el de una sociedad abusiva sostenida y apoyada por las mitologías dominantes de nuestra época, entre las que se cuenta el cristianismo con su sacralización de un sistema patriarcal y jerárquico de dominio y sumisión, con sus ambiguos mensajes de servilismo y perdón, y con su glorificación del dolor a través de su doctrina y su teología, sus liturgias y sus ritos.
Se nos ha condicionado para que miremos la violencia como algo episódico, como una anomalía en una cultura básicamente civilizada. La realidad es, como señalaba Mary Hunt en una conferencia reciente, que lb habitual es la violencia, mientras que la justicia es episódico. Y si esta afirmación vale a propósito de cualquier violencia, aún es más cierta referida a la violencia sexual, que es epidémica y no ocasional, habitual más bien que episódico. La violencia contra mujeres y niños no se restringe a las acciones aisladas de unos cuantos locos en momentos imprevisibles. Los violadores no suelen ser monstruos, borrachos o extraños merodeadores, sino individuos ordinarios que llevan aparentemente una existencia ordinaria. Tanto ellos como sus víctimas pertenecen a la misma clase, religión, raza, grupo o nacionalidad. la violencia sexual es un lugar común.
Así lo proclaman las turbadoras estadísticas que pasan por nuestras mesas de trabajo todos los clías. El Centro para la Prevención de la Violencia Sexual y Familiar, situado en Seattie, Washington, estima que una de cada tres mujeres y uno de cada siete muchachos han sido víctimas de abusos sexuales antes de cumplir los 18 años. Según los Servicios Sanitarios y Sociales norteamericanos, en casi el 98% de los casos conocidos, el menor sufre esos abusos sexuales en el hogar por obra de un pariente cercano, un amigo de la familia o un vecino. Los paclres constituyen el grupo más numeroso de estos delincuentes (77%). En el estudio de Dianne Russell sobre la violación, el porcentaje de las mujeres entrevistadas que habían sido violadas o sufrido intentos de violación se elevaba a un 44%, pero, en contra de los estereotipos habituales, sólo un 1 1 % de los culpables eran desconocidos. En la misma obra se indica que va en aumento la proporción de violaciones, de modo que en cualquier grupo de edad ha subido significativamente el porcentaje de violaciones en comparación con los datos para ese mismo grupo en épocas anteriores. Podríamos añadir indefinidamente nuevas estadísticas, pero lo más expresivo es que todos los que se ocupan del tema de la violencia y el acoso sexual están de acuerdo en que el número de las denuncias está siempre por debajo de las cifras reales. Es difícil confeccionar estadísticas fiables. Independientemente de las cifras y los porcentajes, lo cierto es que vivimos rodeados del temor y de la realidad de la violencia, y, más concretamente, de la violencia sexual.
Pero temo que nos hemos vuelto insensibles a las estadísticas. Que una hija viva la experiencia del incesto es una tragedia. Diez muchachas en el mismo caso son un horror. Mil son ya una estadística. la omnipresencia de la violencia sexual nos ha vuelto insensibles y acomodaticios. Para mí, la dimensión más desconcertante de la violencia contra las mujeres es que ya contamos con ella. Cuando leemos o escuchamos historias de violencia sexual, entendemos que están llenas de terror y torturas. Pero las películas, las novelas "rosa", la publicidad y, lo que es más insidioso, nuestras mismas historias sagradas nos dan una versión edulcorada de la violencia y los abusos.
Parte del problema radica en la definición de la violencia. La más común sería la de daño físico causado a otra persona. Pero a partir de ahí se complican enseguida las cosas. Unos percibirán como dañino lo que para otros no lo es. Y hay además tipos diferentes de violencia, que solemos caracterizar como personal (la violación, el homicidio, las palizas) o institucional y corporativa (el nacionalismo, el capitalismo, el sexiimo, el racismo, la homofobia). La investigación clínica demuestra que la violencia personal es una reacción defensiva ante el sentimiento de desamparo. Factores como una baja estima de sí mismo, la falta de control de los impulsos o de habilidad para lograr algo sin recurrir a la violencia, la pobreza, el desempleo, el hacinamiento y la imprevisión pueden resultar decisivos. Pero el impulso psicológico clave en el comportamiento violento es una experiencia insoportable de desesperanza. De ahí que la violencia personal y la institucional estén tan estrechamente relacionadas y resulten casi inseparables. Esto se advierte aún más claramente cuando se trata concretamente de la violencia sexual. El sentido de masculinidad del varón se basa en una sensación de fuerza y dominio. Cuando esta sensación se pierde o cuando falta simplemente por cualquier causa institucional, aparece la violencia, y son las mujeres y los niños quienes sufren su embate desproporcionado.
Pero no todos están de acuerdo en caracterizar como tal violencia la que se ejerce en el terreno de lo sexual y sobre todo en los casos de violación. Un jurista varón, en un caso en que era juzgada una mujer (Inés García) que había dado muerte a su violador, hizo la siguiente declaración a un periodista: "¿Puede una mujer alegar con éxito la autodefensa cuando ha dado muerte a un varón en el curso de una violación? No, porque el individuo no pretendía matarla, sino únicamente hacerle pasar un buen rato. De haber querido ella zafarse, el individuo no habría tenido más remedio que causarle algún daño físico, y dar a una mujer un buen achuchón no es causarle daño físico alguno". la violencia sexual, por tanto, nada tendría que ver con el apetito carnal ni con el deseo sexual ni con el placer sexual. Ahí sólo entran en juego la fuerza, el dominio y la ira, que se ejercen de modo sexualmente violento. Pero se trata de ultrajes sexuales. las víctimas no son precisamente golpeadas. En el ataque a la sexualidad de la mujer se utilizan el pene, una botella de CocaCola o un palo de escoba. La violencia y los abusos sexuales se contemplan en este contexto marcado por la misoginia. No se trata de un ataque como otro cualquiera, sino de un ataque contra la mujer como tal, contra su ser mismo, contra el aspecto poderoso e incontrolable de la personalidad femenina, los ataques sexuales son el recurso patriarcal para poner en su lugar a mujeres y niños.
Y aunque no se hayan experimentado directamente el abuso y la violencia sexuales, la simple escalada y la intensidad de los abusos crea un clima de vulnerabilidad y temor que marca todas nuestras experiencias y relaciones cotidianas. Es algo intencionado para que constituya un eficaz medio de control. Robin Morgan lo ha expuesto con toda claridad en The Demon Lover:
"Fíjate en ella atentamente.
Cruza una calle de la ciudad sujetando su portafolios y su bolso de la compra. O baja por un camino polvoriento, balanceando un cesto sobre su cabeza. Ose apresura hacia su automóvil aparcado, llevando de la mano a un niño pequeño. O marcha con paso cansino hacia la casa de regreso del campo, con un bebé sujeto a las espaldas.
De repente oye tras de sí unos pasos. Rápidos, pesados. Son pasos de hombre. Cae enseguida en la cuenta, igual que sabe por instinto que no debe volver la vista. Apresura su marcha a la vez que se le acelera el pulso. Tiene miedo. Podría ser un violador. Podría ser un soldado, un gamberro, un ladrón, un asesino. O puede que no sea nada de eso. Quizá se trate simplemente de un hombre que tiene prisa. Y quizá camina a su ritmo normal. Pero ella le tiene miedo, le tiene miedo sólo porque es un hombre. Y tiene motivos para temerle.
No se sentiría igual -en la calle de una ciudad cualquiera, por un camino polvoriento, en el aparcamiento o en el campo- si lo que oyera tras de sí fueran los pasos de otra mujer.
Son los pasos de un hombre los que la atemorizan. Es una sensación que comparte con todos los demás seres humanos de género femenino.
Es la democratización del miedo".
Hay muchos tipos de violencia y abuso sexual, pero podemos encuadrarlos en unas pocas categorías generales. la primera forma de la violencia contra las mujeres de que se han ocupado en serio las feministas ha sido la violación, un comportamiento al que se asocian muchos mitos (las mujeres lo desean; cuando es inevitable, relájate y disfruta; son las mujeres las que provocan al violador por la forma de vestirse o de caminar). Se llega al colmo del absurdo en casos como el de un juez que afirmó que una niña de dos años había provocado sexualmente a un individuo que era juzgado por haberla violado. Se acusa a las mujeres violadas de lo ocurrido (si se hubiera defendido con más energía... ¿Qué andaba haciendo por ahí a esas horas de la noche?). la violación es una forma de violencia que frecuentemente se trivializa, es materia de chascarrillos o se minimiza. Es un poderoso instrumento patriarcal que se esgrime contra mujeres, niños y algunos varones para humillarlos, dominarlos y controlarlos. En un libro pionero, Contra nuestra voluntad, ha afirmado categóricamente Susan Brownmiller que todos los hombres son violadores. Ello es cierto en el sentido de que las mujeres consideran a todos los varones como violadores potenciales; este hecho habla del poder de este arma patriarcal.
La autora discute además un aspecto de la violación que ha suscitado últimamente una intensa atención: las violaciones en tiempo de guerra. Se ha afirmado que si matar se considera un comportamiento no sólo permisible sino hasta heroico, sancionado por el propio gobierno o la causa por la que se lucha, se pierde la sutil distinción que hay entre arrebatar una vida humana y otras formas de violencia llícita. la violación en tales circunstancias se convierte en un lamentable y a la vez inevitable producto secundario de ese juego necesario al que llamamos guerra. Pero la violación es algo más que un síntoma de la guerra o una manifestación de sus violentos excesos. La violación es una manera de dominar a los vencidos o demostrarles la propia superioridad. Pero como señala Brownmiller, aún más desolador es el hecho de que "la guerra ofrece a los varones el perfecto telón de fondo psicológico para dar vía libre al desprecio que sienten por las mujeres". Un veterano de Vietnam lo expresaba así: Lo deseaban a la fuerza (el subrayado es mío). Preferían eso a que les disparasen un tiro". la resistencia a clasificar la violación como un crimen de guerra demuestra que también los dirigentes políticos comparten esta actitud.
Otro aspecto de la violación que está recibiendo mucha atención últimamente es la que se produce en el marco de las relaciones heterosexuales entre adolescentes y jóvenes, que tiene como trasfondo lo que Janice Raymond caracteriza como una hetero-realidad, es decir, una visión del mundo en que la mujer existe para el hombre. Dentro del contexto de la hetero-realidad, las relaciones entre adolescentes se caracterizan por el dominio que ejercen los jóvenes sobre ellas, por la exigencia de que las chicas se les sometan, se pongan a su servicio y se identifiquen con ellos. Son unas relaciones en las que los jóvenes establecen las reglas conforme a sus propios intereses y a las que tienen que acomodarse las chicas, que son culpabilizadas, extorsionadas y forzadas materialmente a la actividad sexual. Pero aún más dañino es el hecho de que en esta "cultura" son quizá las mujeres las que más se echan las culpas, dispuestas a negar además que haya sucedido nada distinto de lo que ocurre en cualquier otra violación.
El incesto y los abusos deshonestos con niños constituyen otro tipo de violación. Es éste un crimen que a veces se prolonga durante años y cuyas víctimas pueden ser sometidas no sólo por la fuerza bruta sino también mediante los vínculos de la fidelidad y la dependencia. A veces salen a la luz pública casos que encogen el corazón, terroríficos. Elly Danica recoge en Dont: A Womans Word los relatos más reveladores y significativos hasta ahora conocidos. Los chistes que circulan en torno a este tema -Si no eres capaz de mantenerlo dentro del pantalón, que no salga de la familia- resultan más expresivos que muchos volúmenes sobre las actitudes prevalentes en esta cultura patriarcal. Son actitudes que cuentan con el apoyo de la literatura sagrada y la mitología religiosa que de ella ha brotado. La Biblia presenta a las hijas de Lot como instigadoras de un incesto (con fines encomiables, como la perpetuación de la estirpe), y ello después de que su padre las ofreciera a cambio de proteger de la sodomía a sus huéspedes varones. Los Diez Mandamientos no tienen en cuenta ni el incesto ni la violación como tal, y entre los especialistas se discute si las prescripciones del Levítico se refieren realmente al incesto o a la existencia de varios copartícipes, quizá competitivos, en la actividad sexual. Además, los culpables llegarán a aducir razones religiosas a favor de sus actos, como que la Biblia prohibe cometer adulterio, por lo que no queda el recurso de acudir a una prostituta. Se mira a los niños como una propiedad y a la vez se les inculca que deben honrar a su padre y a su madre. No se les cree cuando denuncian abusos sexuales y se dice que son meras fantasías. Pero, ¿de quién son realmente las fantasías?
El recurso a la violencia y al abuso sexuales en la cultura del ocio y en los métodos de comercialización está ampliamente documentado y difundido. El puente entre esta utilización del cuerpo de las mujeres y de los niños en la cultura popular y la que de esos mismos cuerpos hacen violadores y sádicos es muy corto y fácil de atravesar, la pornografía se encarga además de allanar el camino. De la pornografía se puede decir que sólo se ocupa del sexo secundariamente; su función primaria consiste en servir de vehículo al poder machista. Un análisis a fondo de este tema queda fuera de los límites de este trabajo, pero es preciso mencionar al menos esa conexión.
Otra cuestión relacionada con la violencia y el abuso sexuales es la de los varones como víctimas. No pretendo negar esta realidad, sino afirmar que encaja también en el mundo patriarcal. Son individuos que generalmente han sido inducidos a situarse al margen de las normas. Han sido degradados hasta una condición en la que reciben el trato que corresponde a las mujeres en el marco de una sociedad miságina que considera ese tratamiento como el peor insulto que pueda dirigirse a un varón. De ello son buenos ejemplos los insultos típicos del patio del colegio: "nena, afeminado, posturitas" y lo peor de todo: "mariquita". Ahí se juntan la referencia sexual, el insulto y la violencia.
Toda violencia, y en especial la sexual, es destructivo física y espiritualmente. Es un ataque contra la propia estima y la confianza en sí misma de la persona y da origen a sentimientos de poquedad, indefensa, humillación, insignificancia y culpabilidad. La violencia contra las mujeres y los niños los silencia al paralizar sus ideas y sus emociones, quitándoles la capacidad de actuar y de imaginarse un futuro alternativo. Hay aquí mucho que corregir, y no sólo en la esfera de lo personal, sino también con vistas a transformar la sociedad. ¿Qué papel corresponde al cristianismo y a la Iglesia en este proceso?
La violencia contra las mujeres tiene más posibilidades de producirse en situaciones en las que las enseñanzas y las prácticas de la Iglesia legitiman la idea de que las mujeres son de condición inferior a los varones. Ese ha sido el legado de la Iglesia, cuyos ecos resuenan una y otra vez en conferencias, consiliarías y seminarios como una deprimente letanía de la complicidad cristiana en la violencia masculina y del fracaso para aportar la salvación y la esperanza a la existencia de sus víctimas. Ahí están los clérigos que no creen o que acusan; los clérigos para los que la santidad del matrimonio y la familia vale más que la santidad de la vida, y que con sus exhortaciones a la obediencia condenan a mujeres y niños a padecer situaciones abusivas. También están las mujeres que se sienten simplemente demasiado intimidades como para compartir sus problemas dentro de la iglesia por temor a ser juzgadas y rechazadas; mujeres y niños, abrumados ya por sentimientos de vergüenza y culpabilidad, que llegan a creer que la Iglesia y, en consecuencia, Dios son partidarios del dolor y de la violencia. Las víctimas antiguas y actuales que se preguntan: "¿qué he hecho yo para merecer esto? Debo de ser malo y estar maldito para que Dios me castigue de este modo". Puede que estas mujeres permanezcan en la Iglesia -atormentadas, quebrantadas, desorientadas y llenas de odio a sí mismas- o que rechacen a Dios y la religión que les parecen oponerse a la lucha por salvar y recuperar su identidad y su integridad. ¿Es correcto todo esto?
El cristianismo ha aceptado y afirmado abrumadoramente el predominio masculino y se ha mostrado ambiguo, por no decir otra cosa, a la hora de cuestionar los presupuestos imperantes acerca de la masculinidad. Históricamente, las mujeres se han visto marginadas y desvalorizadas en el lenguaje, la doctrina y la organización de la Iglesia. Han sido objeto de desprecio, veneración, tutelaje y explotación. la Iglesia, mientras no reconsidere la medida en que la teología cristiana, la interpretación bíblica y sus propias estructuras contribuyen a mantener los nexos con la agresión y la violencia masculinas, será un estorbo en vez de una ayuda. Una vez más, queda fuera de las perspectivas de este artículo desarrollar más ampliamente esta postura. Servirán de ejemplo unas cuantas observaciones.
Las creencias y los principios cristianos básicos con respecto al pecado y la culpa, la sexualidad, las cuestiones relacionadas con la autor ldad, el dolor y el perdón crean obstáculos a los remedios eficaces. Hemos de referirnos además a la imagen de Dios. Mientras lo presentemos como un ser omnipotente, de género masculino, como un juez caprichoso que exige la obediencia pasiva, no estaremos haciendo otra cosa que describir la experiencia de las mujeres y los niños que han visto cómo su autonomía y su personalidad eran destruidas por los varones. Hemos de revisar el papel que ha jugado la doctrina de la expiación en apoyo de la cultura del abuso. La imagen del "hijo de Dios abrumado de dolores" es el tema central en torno al cual se han desarrollado toda la teología, el culto y el ritual. Sheila Redmond, en su tesis recién acabada sobre la relación Dios y Padre-hija e incesto, ha observado que las historias que narramos en la Iglesia, especialmente en torno a la pasión de jesús, están imbuidas de violencia. Se supone que en ellas se habla de un Dios de amor y de cómo cuida de sus hijos. En realidad son historias sobre un Dios que no tolera la desobediencia, exige a sus hijos que sufran y los castiga cuando no se someten a esta ley. Este Dios no duda en sacrificar a uno de sus hijos cuando lo juzga necesario, lo mismo si se trata de su propio hijo que de una niña de once años.
La violencia y los abusos sexuales son una realidad. Son los grandes instrumentos del patriarcado en apoyo del dominio del los varqnes sobre las mujeres. En este juego de poderes, el cristianismo apoya a una de las partes. Negarlo o ignorarlo sería tanto como exponer a mujeres y niños a riesgos aún mayores. Hemos de hacer frente a estos demonios de los principados y potestades. Por respeto a los ángeles.
*JOANNE CARLSON BROWN ha recibido la ordenación
como ministro de la Iglesia Metodista Unida. Actualmente es profesora
de historia de la Iglesia y ecijnienismo en el St. Ancirew's
Tlieological College, seminario de la Iglesia Unida de Canadá,
en Saskatoon, Saskatchewan, Canadá. Se graduó en
el Mount Holyoke College, en el Garrett-Evangelical Theological
Seminary y en la Universidad de Boston.. Es coeditora con Carole Bohn de Christianity, Patríarchy and Abuse: A Feminist Critique. En el mismo libro se incluye un trabajo del que es autora junto con Rebecca Parker, For God so Loved the World?". Ha pronunciado conferencias y escrito numerosos artículos sobre historia de la Iglesia y teología feminista, especialmente en relación con la teología y el acoso sexual. Dirección: St. Andrew's College, 1121 College Drive, Saskatoon, Saskatchewan S7N OW 3 (Canadá). |
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(Tomado de la revista internacional Concilium. Traducido del inglés por Jesús Valiente Malla. Convertido en HTML por Juan Quintana.) |